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Episodio 8
Redada

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Wellington Town era un tranquilo barrio residencial habitado en su mayor parte por matrimonios de clase media y edad madura. Sus elegantes viviendas unifamiliares, rodeadas sin excepción por cuidados y extensos jardines, eran el prototipo de residencia burguesa a la que muchos criticaban pero en la que todos desearían vivir. Era, en suma, una colonia pacífica y despreocupada en la que los conflictos sociales que desgarraban y atenazaban la vida de las grandes urbes brillaban por su ausencia.

No era, pues, de extrañar que sus habitantes descubrieran con sorpresa e incluso con alarma el gran despliegue policial con que se encontraron al despertar aquella apacible mañana de otoño, con la totalidad del barrio materialmente ocupado por numerosas fuerzas del orden.

Tras las oportunas indagaciones la calma volvió a adueñarse del espíritu de los atribulados vecinos; todo aquel impresionante despliegue policial (había quien afirmaba incluso que había descubierto la presencia de agentes federales camuflados entre los policías locales) no iba dirigido hacia ellos, sino que tenía como único objetivo el control y ocupación de la sede nacional de la Asociación Católica de Robots, situada desde hacía varios meses en la colonia.

Radicada en un pequeño chalet hasta entonces deshabitado, la Asociación no había creado jamás el menor problema de convivencia a sus vecinos; los robots eran de naturaleza discreta, lo que redundaba en una pacífica convivencia rayana en la indiferencia mutua. Los residentes del barrio jamás habían interpuesto denuncia alguna en contra de las actividades de sus vecinos, lo que motivó multitud de comentarios acerca de la naturaleza de la iniciativa policial, iniciativa que no obstante fue aplaudida por algunos influenciados sin duda por un antiguo y no siempre disimulado prejuicio en contra de las inteligencias artificiales, lo cual no era otra cosa que los rescoldos de los antiguos prejuicios raciales.

Por lo que respecta a la parte directamente implicada, los robots pertenecientes a la Asociación, la reacción fue muy poco humana aunque perfectamente acorde con la naturaleza carente de emociones propia de los ingenios cibernéticos, como reconoció más tarde a la prensa John F. Edwards, oficial de policía encargado de la redada.

—No son humanos —manifestaría ante las cámaras de televisión—. Nunca podrán ser considerados como tales. Si hay algo que me extraña, es precisamente comprobar que pueda haber personas que los consideren como poco menos que congéneres suyos.

—A juzgar por su opinión, ¿no cree usted entonces que los robots puedan tener un alma? —preguntó el locutor.

—Yo no sé si podrán tenerla; lo que estoy completamente convencido es de que no son humanos, y por lo tanto no tienen el menor derecho a participar en actividades humanas como es la religión —repitió machaconamente el tozudo policía.

—Mister Edwards, ¿podría relatarnos lo que ocurrió cuando ustedes comunicaron a los robots el contenido de la nueva ley federal respecto a las actividades de los seres pensantes no humanos? ¿Es cierto que proclamaron su condición de seres racionales y rechazaron por completo el contenido de esta ley?

—Bueno, yo no diría tanto; ya se sabe que la gente siempre exagera bastante —respondió el atribulado policía, dubitativo entre la honradez profesional y la lealtad a los poderes constituidos—. Lo cierto es que proclamaron su sorpresa y se lamentaron de que no se les dejara continuar con su labor; pero acataron la orden, puesto que no les quedaba otro remedio.

—Por si alguno de nuestros amables espectadores aún la desconoce, vamos a repetir el contenido de la nueva ley que viene a regular la situación existente hasta ahora en la que algunos robots abandonados por sus dueños habían aprovechado para tomar parte en actividades que no eran propias de ellos. De acuerdo con esta normativa legal, ningún robot puede ser emancipado ni legal ni subrepticiamente. Las sanciones legales para quienes incumplan esta ley consistirán en una multa para el dueño del robot por abandono de sus propiedades así como la confiscación del mismo, que pasará a formar parte del patrimonio nacional y será usado en obras de interés social. Y ahora, señores espectadores, les dejamos en compañía de las noticias internacionales —concluyó el locutor.


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© José Carlos Canalda Cámara, 2003 (687 palabras)
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© José Carlos Canalda, (681 palabras) Créditos

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