Es semejante al grano de mostaza, que cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas de la tierra; pero sembrado, crece y se hace más grande que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que a su sombra pueden abrigarse las aves del cielo.
Marcos, IV, 31-32
—Me parece una broma de mal gusto. —comentó malhumorado el obispo—. O mucho me equivoco, o se trata de una nueva maniobra para desacreditar a la Iglesia. A lo largo de los siglos ha habido ya muchos intentos de perjudicarla, y no creo que en los tiempos actuales vaya a cambiar mucho esta situación.
—Monseñor, el padre O´Hara insiste en que la petición es seria y por supuesto sincera. —respondió el secretario—. Pero estima que se trata de un caso insólito y que carece de autoridad suficiente para decidir por sí mismo. Por eso solicitó la audiencia.
—Sigo pensando que al bueno de O´Hara le están tomando el pelo —gruñó el prelado—. Pero accederé, aunque sólo sea para abrirle los ojos a ese pobre infeliz. Que pase. ¡Ah! Y que ese maldito artefacto aguarde fuera... No creo que le importe demasiado.
Con una muda inclinación de cabeza el joven sacerdote desapareció tras la puerta de acceso al despacho, reapareciendo poco después acompañado por un cura de edad mediana el cual hacía evidentes esfuerzos por encogerse dentro de su negro traje. Una vez solos en el amplio despacho, acomodado el nervioso clérigo en la silla situada frente a su mesa, el disgustado obispo comenzó el interrogatorio.
—Usted es Kenneth O´Hara, el párroco de Salisbury, ¿no es cierto?
—Así es, monseñor. Yo venía...
—Ahórrese las explicaciones —le interrumpió el obispo—. Padre O´Hara, yo quisiera que usted comprendiera que algún desaprensivo le ha estado tomando el pelo y que yo, como máxima autoridad eclesiástica de esta diócesis, he de velar por el prestigio de la Iglesia. Eso debería usted saberlo.
—Monseñor, le aseguro que no se trata de ninguna burla; me he asegurado de ello. Las intenciones de Paco son sinceras.
—¡Pero cómo puede pretender usted bautizar a un robot! —explotó el prelado—. ¿No comprende que tan sólo es un amasijo de metal y circuitos electrónicos? Se trata de un simple artefacto, no de una persona. Si yo le autorizara, usted podría acabar bautizando a las televisiones o a las lavadoras.
—De acuerdo con este criterio, nosotros somos únicamente una mezcla de agua y proteínas —respondió impertérrito el sacerdote—. Y sin embargo somos seres racionales sin posible comparación con un perro o una gallina.
—No sea estúpido; con sofismas de este tipo no llegaremos a ninguna parte. El hecho es evidente: Un robot no es una persona, sino un artefacto. No tiene más consideración legal que la que le corresponde a un automóvil o a un apartamento, y el único documento que le acredita es el contrato de venta a su propietario. No es una persona, y por lo tanto, no se le puede bautizar. Para mí la cuestión está clara y la polémica no tiene la menor razón de ser.
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